UN PAÍS AJENO de Tomás Espina

En colaboración con Adriana Martinez

Museo MARCO La Boca, Buenos Aires, agosto 2024

Curaduría: Carla Barbero y Javier Villa

“Lo desconocido es una abstracción: lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular el deseo y la alucinación”. 

Juan José Saer, El entenado

Estamos seguros que no es adecuado para nosotros, tanto creadores como engendros de una cultura bastarda, otorgarnos el título de entenados; hijastros de la Latinoamérica marrona. Lo que sí podemos afirmar es que vivimos en un país que a cada rato pierde su nombre y, a causa de esto, recobran sus otros sentidos. En esa pérdida y en ese constante proceso de transformación, el lenguaje se vuelve opaco y el territorio deja de ser un cuchillo que corta y divide para convertirse en un espacio contenedor y generador de una imaginación vaporosa, o más aún, alucinada. Eso es lo que ofrecemos: convocar y expiar nuestros delirios. Plantar, en aquella vieja especulación del horizonte vacío, un torbellino de carne, tierra, sexo y fuego. Aquí el paisaje es mucho más que una visión a contemplar, es ante todo el territorio para el acontecimiento. Nada existe fuera de él.

En esta exposición de Tomás Espina el paisaje total se manifiesta en una pintura de la tierra vertical. Una arremetida fangosa contra el horizonte para abrazar el tiempo inmemorial del suelo y su extremo, el cielo, del cual ahora precipita el fuego. La pintura de paisaje como símbolo para edificar un país se encuentra de frente a unas vasijas de cerámica. Estas masas blandas contienen nutritivos movimientos sedimentarios, paradójicamente atemporales de alguna comunidad sin nombre que pudo, o podría, existir. Por último, una serie de dibujos labrados al carbón carroñan el espesor de la pura subjetividad, ese otro territorio atávico, siendo testigos de una forma primaria y extasiada.

País y pintura, comunidad y cerámica, dibujo e intimidad, podrían ser los puntos de partida para esta historia emocional y política del fuego. Los recuerdos colectivos de un territorio se presentan en forma de energías centrípetas y centrífugas, de derretimientos y quemaduras; como estremecimientos o palpitaciones, rumores inaudibles o temblores en el cuerpo.

  1. Paisaje vertical

La pintura argentina fue materializando, con la pincelada de cada artista, un país ajeno. Fue construyendo el horizonte incierto de una tierra que pareciera perder siempre sus formas. Nuestro paisaje se construyó con la ingeniería alucinada capaz de abrir un puente único que une lo remoto y lo familiar, que transforma a la presencia excesiva en perentoria. Allí está la humanidad melancólica de Enrique Policastro y los ranchos estallados de Marcelo Pombo, los fuegos que emergen de las tripas ardientes de Koek Koek y el ouroboros en llamas, purificador de Liliana Maresca; el sabor a carne y olor a orgías de Esteban Echeverría, la pampa como ese espacio de imaginación potencial de Eduardo Sívori, y como artificio, escenario del drama en los tablones teatrales de Guillermo Kuitca. También allí están los monumentos verticales sobre el paisaje desolado de Roberto Aizenberg, los pan tree o las grafías plastiúliles de Xul Solar, las inscripciones político-místicas y flotantes en los collages de Alfredo Londaibere. Deambula “El entenado” de Juan José Saer, cronista de lo irreal sin tradición ni deuda y horada el tajo vertical de Lucio Fontana que rompe la línea de horizonte, ese matarife pictórico que rasga el paisaje exterior para abismarse hacia el interior. Y allí dentro, ese paisaje-no, es lo que compartimos de generación en generación, de un cuerpo a otro y eso, tal vez, sea lo único existente que puede construir comunidad, lo sabido, lo sentido y lo legado que ocurre adentro y se activa en contacto con otros. Cuando la oscuridad se espesa aparece como un magma, una certidumbre que nos une. 

Puede ser una pintura caníbal que se engulle la historia, o una pintura orgiástica que se extiende como un manto para tocar y ser tocada, o quizás una pintura lenguaje donde la expresión tiembla, cambia y se deforma, o una pintura símbolo capaz de desplazarse por el inconsciente vagamente tanteado, regido por la intuición. El pincel de fuego lacera la tierra, y en ese mismo acto, regurgita intensidad y sentido.

Aunque lo cierto es que en esta pintura el pasado se purifica, no se destruye. El fuego es siempre una intensidad que acontece en presente, la violencia indomable sobre la tierra arrasada, pero también el núcleo que concentra los cuerpos para enfrentarla. Un fuego que por interno que sea no deja de ser común, y que ante la congregación se retroalimenta y crece alumbrando la penumbra que nos rodea. Un fuego que calienta los sentidos, agita la acción, forja vasijas y cuece nuestros alimentos.

  1. Cuenco primigenio

Una comunidad también se forja alrededor de la nutrición. Como bocas abiertas, estas vasijas-seres nos vienen a recordar que antes del fuego hubo recolección, acopio y preparación, todas las tareas necesarias para la continuidad de la vida. La relación con la tierra fértil, recoger los frutos que nos son brindados, revolver el menjunje y compartirlos alrededor del humo y del calor es la forma de congregación más primaria, no por ello exenta de fragilidades. 

Tomás realizó esta serie de cerámicas en colaboración con Adriana Martinez, maestra ceramista que trae consigo los saberes que le fueron legados durante su valioso recorrido. Ella también es parte de la historia virtuosa de la comunidad del fuego, modelando cada vasija, desafiando a la gravedad con la arcilla, compartiendo saberes que les son tan propios como ajenos. Como toda clase de herencia que nos precede, la habitamos con derecho y al mismo tiempo, eso tan personal e íntimo, nunca nos pertenece del todo, ha existido desde antes y sobrevivirá para quienes vengan después. Cada cuenco es siempre el cuenco primigenio, un hábitat al fin de cuentas. 

Como en la pintura, las vasijas oscilan entre polaridades que unen el cielo y la tierra, se erigen en movimientos no tan lineales y sus presencias antropomorfas tienen ese doble sentido de la utilidad y del simbolismo para el ritual. Por un lado, parecen encarnar roles en este paisaje vehemente, alguna podría filtrar los restos de la materia orgánica, otra contener la fermentación, ese gorgoteo silencioso que transforma una cosa en otra, y por último una destinada para realizar la ofrenda, la libación que se derrama sobre la tierra. Pero existe una cuarta vasija cuya utilidad es incierta, e incluso quizás no la tenga. Es la guacha que orbita en el elenco recordándonos que instrumento y forma, o que, utilidad y ritual, también necesitan de lo contrario. El vacío como potencial de la materia y la imaginación, lo inútil como acción soberana en un contexto de extractivismo natural, cultural y sentimental. Un país ajeno o paisaje-no es un trance entre la propiedad y la emocionalidad, entre encarnar la materia inmemorial o ser aquello que se derrama humectando los poros terrenales.

  1. Trazos de carbón

Si hay color que crece alrededor de la obra de Tomás, desde siempre, es el negro. Carbón, pólvora, humo, la crecida de lo negro parece ser el interior profundo de la subjetividad, ese otro pantano, donde se puede pasar en solo una cuestión de trazos desde lo fangoso a lo vaporoso, de los fluidos al crepitar. En la tumultuosa interioridad, las líneas de carbón abandonan los límites de la naturaleza y de lo real para carcomer lo visible. Es uno mismo, y no el mundo que le ofrece a la vida espesura y carnalidad. 

Géneros mentales son 16 dibujos que recorren, una y otra vez, la hendidura arremolinada que atrae la carne al fuego, el deseo al sexo, el tormento mental a la repetición. Son puestas en abismo del ensimismamiento degenerado; pura energía que esquiva la representación que no sea de sí misma. Imágenes que aparecen, y vuelven a reaparecer, al mismo instante del movimiento de la mano. Mente y gesto unidos, sin hiatos temporales, portales hacia un precipicio interno tan plagado de energía sexual y abyecta como sagrada.

Para Un país ajeno la tradición es tan importante como señalar y poner en práctica que esta misma es huidiza, inestable, transfigurada y traicionera. Tomás confía en lo que trae el fuego interno para ocupar los roles de partícipe, testigo y escriba de esa energía que conocemos, pero no entendemos. Que al mismo tiempo que nos forja, nos devora.

Ph RES